#UnaHistoriaQueNuncaAntesHabiaContado
No he olvidado aquella noche en la que tres jóvenes amigos: Beto, José Luis y yo, fuimos a ver la película “Romero”. Si no estoy equivocado fue en un cine ubicado en la torre Polar de Caracas; era uno de los cines nuevos de esos años en mi querida Caracas, yo tenía unos 20-21 años.
Los tres estábamos en política, militábamos en la juventud de Copei, partido de la democracia cristiana en Venezuela, y por aquella historia que conocíamos del esfuerzo que se hizo en el gobierno de Luis Herrera Campíns por la paz en Centroamérica, pensamos que era lógico verla.
La película nos impactó a los tres, todavía la recuerdo. La actuación de Raúl Juliá; todas esas escenas cargadas del drama que sabíamos vivieron y aún se vivía en esos años en El Salvador por la guerra civil; las violaciones a los derechos humanos; el propio asesinato de monseñor Romero; toda la historia de la película, real y ficción, pegaron. Yo salí con muchas dudas, con mucha tristeza, con ganas de llorar. Sensibilizado. Salimos callados. De pronto Beto dice: “los extremos son malos”. Nos vimos, bajamos la mirada y otra vez el silencio en las escaleras camino al estacionamiento y de allí a casa. Han pasado más de treinta años y siempre —porque está allí en mi memoria— la recuerdo. Los tres amigos, el cine, la película...
El comentario de Beto tenía mucho que ver con lo que los del FMLN y demás grupos hacían en defensa de los oprimidos.
Mi amigo nicaragüense Noel Soza, siendo líder de la juventud de la democracia cristiana de su país, tuvo que huir y llegó a Caracas como exiliado en esa época. Hoy es vecino en Canadá —vive en Toronto—, recuerdo que me comentó una vez: “La guerrilla no perdonaba a nadie. Beto tenía razón; los extremos se enfrentaban mientras nosotros poníamos los muertos. Nuestros valores no nos permiten aceptar esos abusos”.
Nuestro continente, en ese espacio en el que solo se habla español, poco ha conocido de verdadera paz. La hemos tenido y la hemos abandonado. Mi Venezuela, esa que nos duele tanto, vive unos de los momentos más triste de su historia, tan crudo o más duro que el de aquel del siglo XIX, cuando en una cruenta guerra civil luchamos entre nosotros mismos por ser independientes de España.
De la historia de Romero, de su partida violenta, se ha escrito mucho. Hasta una canción con letra del maestro Rubén Blades en donde pide que las campanas suenen una y otra vez por el padre Antonio y su monaguillo Andrés.
Y momentos antes de morir, Romero, el de la película, el padre Antonio de Rubén Blades, habló a aquellos que sin piedad actuaban en su país; que sin razón apoyaban al opresor. Les dijo:
“Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la ley de Dios que dice: No matar… Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios… Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla… Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado… La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el Gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre… En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión…!”
Y décadas después de haber ido al cine a ver “Romero”; Beto, José Luis y yo seguimos siendo amigos soñando —cada uno desde su historia, cada uno despierto— que es tiempo de recuperar la dignidad, que es tiempo de sonar las campanas y de vivir en paz.
(Homilía Monseñor Óscar Arnulfo Romero, [San salvador, 1980])
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