#UnaHistoriaQueNuncaAntesHabíaContado
Conocí a Leonardo Bandes en febrero de 1999, cuando llegué por primera vez a la sede de la Corporación de Desarrollo Agrícola del estado Miranda, Cordami, en Caucagua, como he narrado muchas veces, de la mano de mi querido amigo, José Luis Mejías. Él estaba acompañado de José Raúl Martínez, ambos ingenieros agrónomos, ambos excelentes seres humanos, ambos fallecidos en trágicos accidentes de tránsito, ambos sentidas pérdidas.
Leo, como cariñosamente lo llamábamos, fue un tipo muy especial, era sumamente inteligente, con esa capacidad para estar pendiente de todo, de que nada se le escapara, más aún, capaz de percibir tus emociones. Lo terminé apreciando muchísimo. José Raúl partió primero, al quedar él, se convirtió en mi apoyo fundamental en el trabajo que desarrollábamos en Cordami. El día que lo conocí, lo recuerdo muy bien, porque le pregunté si era familia de Tomás Bandes, a lo que me respondió: «¿Lo conoces?», le dije: «Sí, primero por correos y teléfono, pero una vez personalmente en Washington D.C., porque Tomás trabajaba en el instituto de aguas y tierras, el CIDIAT, de la ULA, fui muchas veces su enlace con la OEA para todo lo relacionado con temas de financiamiento, etc.». Me dijo muy orgulloso: «Tomás es mi hermano». Creo que esa coincidencia creó un lazo importante de amistad entre nosotros, allí mismo, en ese instante.
Comenzamos a trabajar, proyectos, gestión de recursos y mucho más. Era un tipo muy talentoso con el tema agrícola, discutía, con mucha autoridad y era respetado, con los doctores investigadores del FONAIAP, institución que luego cambió de nombre. Nos apoyábamos mucho en ellos dos, José Raúl y Leo, y uno de esos apoyos fue a los meses de haber comenzado a trabajar juntos, cuando llegó esa vaguada tan terrible a Venezuela en diciembre de 1999, que no solo azotó al estado Vargas, a La Guaira, al litoral central venezolano, sino también a toda la región de Barlovento, particularmente con lo que ocurrió con el Embalse de El Guapo, con una rotura en su pared por la acumulación de agua que no fue aliviada a tiempo, liberando en pocos minutos más de 400 millones de litros de agua. Por cierto, ese año, desde muy temprano, el gobernador Enrique Mendoza organizó mesas de trabajo con autoridades locales, regionales y nacionales para crear los planes de contingencia necesarios para atender la posible emergencia, que luego ocurriría. Lamentablemente el gobierno nacional no prestó la atención debida, todos conocemos la historia y lo que pasó después a finales de 1999.
Una anécdota bien interesante de esos días ocurrió cuando al conocer la caída de uno de los puentes de la vía al oriente del país, la Troncal 9, al este de Caucagua, decidimos que debíamos tomar rutas alternas por la zona de montaña, las vías que eran utilizadas por los habitantes de los caseríos que bordeaban toda la vía principal. Y así se hizo, esa fue la ruta usada por muchos días para poder trasladar todo el apoyo que estábamos brindando en todo el eje Caucagua-El Guapo.
Los viajes se hacían en camiones pequeños de carga, los conocidos Ford F-350 Estaca. En ellos salían muy temprano y regresaban tarde en la noche. Estábamos en emergencia y había que atender a las comunidades y sus habitantes. En uno de los primeros viajes, al pasar por una comunidad rural, se detuvieron y se le acerca a Leo, que andaba con una bata blanca, uno de sus habitantes y le dice: «Doctor, doctor estoy mal, muy mal…». Le responde: «Dime, qué te pasa», «Es que no dejo de ir al baño, me la paso ahí todo el día, me voy a desaparecer», «Que broma chico, bueno tómate estas pastillas, una cada cuatro horas, ya verás que te vas a curar». Le entregó el medicamento para la diarrea y siguieron camino a El Guapo. Ese mismo día, ya tarde, al pasar de nuevo por la misma comunidad, el hombre le grita: «Doctor, doctor, mire, ya estoy fino, ¿oyó?». Leo le sonríe y sigue con el resto del equipo para Cuacagua, a descansar para seguir al día siguiente.
Unos cuatro o cinco días después, cuando venían de regreso a Caucagua, el hombre para el camión donde venía Leo y le dice, señalando su barriga: «Doctor, míreme, estoy mal otra vez, no sé qué me pasa, pero hace días que no voy pa’l baño, eso es muy raro, yo no soy así». Leo le responde: «¿Qué te pasó? ¿Te tomaste las pastillas que te di?», el hombre: «Claro, como usted me dijo: cuatro pastillas cada hora, se me acabaron rapidito, pero al día siguiente me tranqué…». Leo echa una carcajada y le dice: «Escúchame bien, te vas a tomar una cucharada, una sola, de este frasco cada cuatro horas, óyeme bien…» y le entregó un frasco de laxante. Y continuaron con el regreso.
Al llegar a Caucagua, como todas las noches, nos sentamos a evaluar el día transcurrido y al planificar el siguiente. Leo no aguantó las ganas y nos contó su historia, por supuesto que muerto de la risa, la que había comenzado unos días antes cuando un lugareño lo llamó doctor, le agradeció porque le había curado su mal estomacal rápidamente, que luego lo buscó para decirle que se había vuelto a «enfermar», pero por ser un mal paciente, por no seguir las instrucciones del «doctor Leonardo Bandes» se había enfermado de nuevo.
Esa historia la recuerdo siempre con mucho cariño y afecto por Leo porque refleja lo que fue, una persona inteligente, preparada, diligente, preocupada por los demás y sensible. Una amiga me comentó, el día de su entierro, que me llegó a admirar mucho, que lo hizo desde el primer día cuando supo que conocía a su hermano, Tomás, que logré un impacto positivo en su vida, que hizo cambios inspirado en mí. Yo no tenía la más mínima idea que así había sido.
Siempre recuerdo a Leo como ese ser tan especial y hermoso que llegó a mi vida por poco tiempo. Solo unos pocos años, para enseñarme mucho, sobre todo, que el tiempo que vivimos es prestado, que no nos pertenece, que tenemos que aprovecharlo a cada instante, compartiendo y amando, que a pesar de todo… la vida continúa, que con toda seguridad vamos a partir de este espacio que ocupamos, pero que esa partida no es hoy.
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