#UnaHistoriaQueNuncaAntesHabíaContado
María Luisa Arévalo no tuvo la oportunidad que tuvimos la mayoría de nosotros de poder ir a la escuela, de formarnos, de tan solo poder aprender a leer y escribir. Ese no fue su caso, sin embargo, y estoy seguro de que muchos de ustedes entenderán lo que quiero decir, es una de las personas más inteligentes que he conocido, una sabiduría natural que da gusto. Ella es la bisabuela materna de mis hijos, madre de mi querida siempre suegra, Gladys.
Cuando estábamos en los preparativos de mi primer matrimonio en 1993 logramos compartir mucho, feliz estaba de saber que su querida nieta se casaba, pero le preocupaba porque apenas lo hiciera se mudaría lejos, de La Victoria, Aragua, en Venezuela, a Arlington en Virginia, EE. UU. «Eso es muy lejos y si le pasa algo yo no voy a saber», me decía. Le dije que no se preocupara porque yo iba cuidar muy bien a su nieta porque no me quería meter en problemas con ella. Se sonreía y me veía con esa cara de picardía sabrosa. Nos casamos y partimos rumbo a casa, la que quedaba lejos, muy lejos de la casa de la abuela Luisa.
Pronto nos enteramos de que íbamos a ser padres y de inmediato la abuela Luisa se ofreció y comprometió con nosotros a que ella cuidaría de su nieta en el embarazo y de su bisnieta o bisnieto apenas naciera, porque ese era su deber. Por supuesto que aceptamos su oferta y comenzamos los preparativos para su viaje tan pronto fuera posible. Tuvimos la suerte de saber que un familiar de Romelia, la esposa de mi papá, viajaría muy pronto a Silver Spring, Maryland, una zona muy cercana a nuestra residencia en McLean, Virginia. Cuadramos todo para que la abuela Luisa viajara acompañada todo el trayecto, Maiquetía–Miami–Washington. Problema resuelto. O eso pensamos, pero resulta que el día del viaje, a más de dos horas de la salida del vuelo, nos enteramos de que tuvo que viajar sola porque al familiar de Romelia se le presentó un problema y no llegó al aeropuerto, la abuela dijo que no importaba porque ella podía viajar sola y se embarcó. Yo me preocupé de inmediato. ¿Cómo iba a hacer la abuela Luisa la conexión de vuelo en Miami? No sabía leer, mucho menos hablar inglés. Yo me estresé mucho, pero la nieta no lo estaba tanto, «Mi abuela no tendrá problemas, vas a ver que llegará bien…».
Nos vamos al National Airport a esperar la llegada. Salen los pasajeros del vuelo de American que esperábamos, pasan los minutos, y de pronto vemos a una señora que viene de lo más despreocupada, agarrando su cartera con la mano derecha caminando de lo más tranquila. La nieta la abraza y saluda, me le acerco, le doy un abrazo y le pregunto cómo estuvo el viaje, «Muy bien, pero fíjese que el familiar suyo no pudo viajar, que problema, ¿no?». La verdad que no sabía que decirle. Seguimos, nos acercamos a la correa donde arriban los equipajes y el de ella nunca llegó. Me dije: «Menos mal que fue la maleta y no ella…». Le digo que nos acerquemos al mostrador de reclamos, me acompaña, era una pequeña oficina, vamos entrando cuando ella, de los más natural, dice: «Buenasss…», el hombre del mostrador, con su acento bien puertorriqueño, le responde: «Muy buenas, mi señora…», y me dice: «Mire, fíjese, ese inglés si lo entiendo». Nos vamos a casa.
El siguiente lunes, bien temprano como todos los días laborables, me levanto, me preparo para mi día de trabajo en la embajada y bajo a preparar el desayuno. Cuando regresé esa tarde me cuenta su nieta que tuvo una discusión con su abuela porque le reclamó al darse cuenta de que era yo quien preparaba el desayuno y no ella, «como debía ser». Me causó mucha gracia, a mi esposa no. Esa misma tarde nos sentamos a ver televisión y mientras pasaba de canal en canal de pronto coloco Univisión, ella escucha y me dice: «Déjemelo ahí, que ese inglés también lo entiendo...».
Unas semanas después, y como lo hacía cada cierto tiempo, nos iba a visitar el dueño de la casa que teníamos alquilada y no lo recordamos, sino hasta el momento de ir regresando esa tarde. Nos apresuramos porque el señor Phill no hablaba español, no queríamos imaginarnos qué estaría pasando. Pero nos llevamos una hermosa sorpresa. Al abrir la puerta oímos risas, pasamos y los vemos a los dos, a la abuela Luisa y al señor Phill ¡Conversando! Seguramente cuando los vi me dio mucha risa, la verdad que no lo recuerdo, pero así fue, ambos estaban muy amenos. Me acerco a él y le pido disculpas, sin saber por qué, él me detiene y me dice que la abuela Luisa, porque hasta el nombre se lo aprendió, era una señora muy simpática, amena, que preparaba un rico café y galletas y que la espera se hizo muy agradable al haber «conversado» con ella. Y nosotros preocupados por la abuela Luisa.
Pasan los meses. Nació María Victoria, nos brindó mucho apoyo esas primeras semanas y se regresó a Venezuela. Los primeros días la extrañamos mucho, nos hacían falta su compañía, las conversaciones, anécdotas de sus hijos, sus consejos maternales.
Años después, ya de vuelta en Venezuela, un domingo la visitábamos en su apartamento de La Victoria y luego del almuerzo, su nieta decide salir con su mamá a visitar un familiar. Le explico que debía esperar por mí, que no se podía llevar el carro en ese momento. Me respondió que no podía esperar y salieron, me dejaron esperando. La abuela Luisa escuchó toda la conversación, me le acerco y le comento lo sucedido, me dice que lo vio, y le pregunto «¿Qué le parece? Se fueron así no más…», me dice: «Bueno y usted que espera, ella tiene derecho a usar su carro porque también es de ella, además usted está aquí en mi casa y aquí la puede esperar». Casi que suelto una carcajada y solo atiné al decirle: «Señora Luisa, qué me le hicieron, me le lavaron el cerebro, usted no pensaba así…».
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