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Carla, el sillón dental y una siesta

 #UnaHistoriaQueNuncaAntesHabíaContado

 

Creo que conocí a las hermanas Coccorese, Vittoria y Carla, después de 1989, luego de celebrada las elecciones de la Juventud Revolucionaria Copeyana, porque me había incorporado al equipo de la secretaría de Formación y Doctrina que dirigía mi amigo José Luis Mejías y que tutelaba ese gran político, ensayista e intelectual venezolano como lo fue Guillermo Yepes Boscán. Organizamos el trabajo por regiones de Venezuela y a mí me tocó el estado Nueva Esparta, la querida Isla de Margarita, donde ellas vivían.

 

El trabajo era bien interesante porque teníamos la responsabilidad de recorrer el país, unos muchachos, como lo éramos, promoviendo la formación ideológica y doctrinaria del ideal socialcristiano, del humanismo cristiano, aterrizado en los ámbitos de trabajo juvenil, particularmente en los colegios, liceos y universidades. Fue una época hermosa y de mucha discusión frente al pragmatismo político de muchos. En realidad, no entendía, en ese momento, lo importante que era el tema del poder y la política, digamos que era más idealista de lo que soy hoy en día.

 

Volviendo a Vittoria y Carla, recuerdo que en uno de esos viajes nos tocó organizar un taller para la Isla y decidimos hacerlo en otra, en Coche. Preparamos todo para que los jóvenes militantes se acercaran a Coche, buscamos los espacios y posadas para todos y realizamos la actividad.

 

En esas tareas conocí a Francisco «Chico» Rosas, un joven de Los Robles, si no estoy equivocado, una de las comunidades con más políticos o interés político de Margarita. Junto a él, la profesora Rosita Coccorese, excelente persona, de hablar pausado, amable e inteligente. Me caía muy bien. Tenía tres hijos, Vittoria, Gaetano y Carla, la menor. Varios fueron los viajes que realicé, lo que permitió que la amistad y la relación con los Coccorese se afianzara, creo que hasta llegué a conocer a los abuelos maternos, o a uno de ellos. Lo cierto es que la amistad creció hasta hoy en día, que con este universo digital, se mantiene.

 

Pasó el tiempo y un día converso con la profesora Rosita y con Vittoria y me comentan que Carla, la más joven de la familia, se muda a Caracas porque va a realizar su sueño de convertirse en odontóloga, había comenzado su carrera en la Universidad Central de Venezuela, mi casa de estudios. Emocionado le ofrecí todo mi apoyo y les dije que estaba a la orden. Rosita lo agradeció y me pidió que la ayudara a cuidar a su pequeña. Así me comprometí y enseguida me encontré con Carla, primero en su facultad, luego casi todos los mediodías en mi escuela de Estudios Internacionales. Conversábamos mucho, caminábamos por los pasillos y jardines de la universidad y pronto surgió una amistad bonita. Llegó el momento en que sentía ansiedad porque llegara la hora del mediodía porque sabía que Carla venía en camino, porque la vería pronto.

 

Uno de esos días, como otras tantas veces, la acompaño hasta la estación del metro de Plaza Venezuela, la veo a sus ojos, ella a mí y nos dimos cuenta que algo pasaba, aunque quizás estoy especulando, porque de ella nunca lo supe, o no recuerdo que haya dicho algo. Le confesé que estaba naciendo en mí un sentimiento muy bonito, hasta inocente, de cariño sincero por ella, que para mí era difícil aceptarlo porque tenía novia, Zenaiz, y, además, su mamá me había pedido que la cuidara, no quería defraudarla. Le expliqué cómo me sentía y sugerí que quizás era bueno dejar de compartir un tiempo. Hubo tristeza en mí en ese momento, no puedo hablar por ella. Sí recuerdo que lo que sentía era hermoso. Hasta allí llegaron mis días de universidad con Carla.

 

Al pasar el tiempo, más de diez años, quizás unos veinte, no sé cómo me reencuentro con Carla, ya odontóloga, casada, con un chamo, viviendo en Los Chorros, esa querida y apacible urbanización de Caracas. La vi hermosa, muy hermosa. Por alguna razón acordamos que yo fuera su paciente, para un tratamiento del cual no tengo idea, pero sí que requería varias sesiones. Tenía su consultorio en casa y conocí a su esposo y creo que a su chamo. Recuerdo que pensé: «Creo que él no tiene idea de lo hermosa que es su esposa, de lo especial que es, mucho menos que me encantó antes y quizás ahora». Para nada le dije a Carla lo que pensaba, ella casada, yo también, el pecado quedaba conmigo, en mi mente, en mi silencio.

 

En tal vez, la última consulta, ella comenzó a hacer su trabajo, la veo, disfruto su belleza, su voz, cerré los ojos, profundamente. Los abro y me dice: «Despertaste, que bueno, ya estoy terminando». Le pregunté: «¿Me quedé dormido?», echó una carcajada y me dijo: «Toda la hora, hasta roncaste muchacho, hasta roncaste» y sonreía, hermosamente. Muy apenado me sonrío, imagino que mi cara se puso tan roja como un tomate y le dije: «La verdad que lo siento mucho, no recuerdo nada, solo que cerré los ojos y aquí estoy, luego de esa siesta». Nos despedimos, fue la última consulta, más nunca la vi.

 

Poco tiempo después partimos para Canadá y no regresaría a Venezuela, sino unos ocho años después. No volví a recordar a Carla hasta que una vez la encontré en el mundo digital. Su hijo grande, quizás divorciada, lo intuí. Como muchos de nosotros, ya no estaba en Venezuela. 

 

De Carla, el recuerdo bonito de esos amores que nunca fueron, pero que de pronto salen de tu memoria. De ese momento de mi historia, de muchacho universitario, quizás de los más hermosos que he vivido, como hermoso el recuerdo de lo que sentí por la pequeña de la profesora Rosita Coccorese.








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